por Antuan » Lun Mar 13, 2006 9:04 pm
Hola. ATENCION: LADRILLO MUY GORDO pero muy interesante sobre la historia del Copyright, los derechos de autor y el dominio público. Es el capítulo sexto del libro de Lawrence Lessig "Cultura Libre", traducido por Antonio Córdoba/Elástico. Éste es un libro muy interesante sobre el tema que todo interesado debe leer. Lo podéis encontrar fácilmente en la red:
"Capítulo sexto: Los Fundadores
WILLIAM SHAKESPEARE ESCRIBIÓ Romeo y Julieta en 1595. La obra se publicó por primera vez en 1597. Era la undécima obra importante que Shakespeare había escrito. Seguiría escribiendo obras hasta 1613, y las obras que escribió han seguido definiendo la cultura anglo-americana desde entonces. Tan profundamente se han filtrado las obras de un escritor del siglo XVI en nuestra cultura que a menudo ni siquiera reconocemos su fuente. Una vez oí a alguien comentando la adaptación que hizo Kenneth Branagh de Enrique V: "Me gustó, pero Shakespeare está lleno de frases hechas". En 1774, casi 180 años después de que se escribiera Romeo y Julieta, muchos pensaban que el "copy-right" de la obra era todavía el derecho exclusivo de un único editor londinense, Jacob Tonson. Tonson era la figura más prominente dentro de un pequeño grupo de editores llamados el Conger que controló el negocio del libro en Inglaterra durante el siglo XVIII. El Conger reclamaba un derecho a perpetuidad a controlar la "copia" de los libros que
habían adquirido a los autores. Ese derecho a perpetuidad significaba que nadie más podía publicar copias de un libro del cual ellos tuvieran el copyright. Por tanto, los precios de los clásicos se mantenían altos; y se eliminaba la competencia para producir ediciones mejores o más baratas.
Ahora, hay algo desconcertante acerca del año 1774 para cualquiera que sepa algo de las leyes de copyright. El año más conocido en la historia del copyright es 1710, el año en que el parlamento británico adoptó la primera ley del "copyright". Conocida como el Estatuto de Ana, la ley declaraba que todas las obras publicadas recibirían un plazo de copyright de catorce años, renovable una vez si el autor estaba vivo, y que todas las obras publicadas antes de 1710 recibirían un único plazo de veintiún años adicionales. Bajo esta ley, Romeo y Julieta debería haber sido libre en 1731. Así que ¿por qué en 1774 había aún discusión sobre si estaba o no todavía bajo el control de Tonson? La razón es que los ingleses no se habían puesto de acuerdo todavía sobre lo que era el "copyright"—en realidad, nadie lo había hecho. En la época en que los ingleses aprobaron el Estatuto de Ana no había ninguna otra legislación que gobernara el copyright. La última ley que regulaba a los editores, la Ley de Licencias de 1662, había expirado en 1695. Esa ley les daba a los editores el monopolio sobre la publicación, como una forma de facilitarle a la Corona el control sobre lo que se publicaba. Pero después de expirar no hubo ninguna ley positiva que dijera que los editores, o "Stationers", tenían un derecho exclusivo a imprimir libros.
No había ninguna ley positiva, pero eso no quería decir que no hubiera ley. La tradición legal anglo-americana mira tanto a las palabras de los legisladores como a las palabras de los jueces para conocer las reglas que han de gobernar cómo se comporta la gente. A las palabras de los legisladores las llamamos "derecho positivo". A las palabras de los jueces, "derecho jurisprudencial o jurisprudencia". La jurisprudencia produce el fondo contra el cual los legisladores legislan; los legisladores, habitualmente, sólo pueden imponerse a ese fondo si aprueban una ley que lo desplace. Y la verdadera cuestión después de que los estatutos de licencias hubieran expirado era si la jurisprudencia existente protegía el copyright, independientemente de cualquier derecho positivo.
Esta cuestión era importante para los editores, o "libreros", como se los llamaba, debido a que existía la competencia creciente de editores extranjeros. Los escoceses en particular estaban publicando y exportando cada vez más libros a Inglaterra. Esa competencia reducía los beneficios del Conger, que reaccionó exigiendo que el Parlamento aprobara una ley para devolverle los derechos exclusivos de publicación. Esa exigencia resultó finalmente en el Estatuto de Ana.
El Estatuto de Ana le concedía al autor o "propietario" de un libro un derecho exclusivo a imprimir ese libro. En una limitación importante, no obstante, y para el horror de los libreros, la ley les dio este derecho por un plazo limitado. Al final de este plazo el copyright "expiraba", y la obra pasaba a ser libre y cualquiera podía publicarla. O eso se cree que creían los legisladores.
Ahora, lo que hay que aclarar es esto: ¿por qué habría el Parlamento de limitar un derecho exclusivo? No por qué habrían de limitarlo al plazo concreto que se impuso, sino ¿por qué habría de limitar el derecho en primer lugar? Porque los libreros, y los autores a los que representaban, tenían una reclamación muy convincente. Tomemos Romeo y Julieta como ejemplo: esa obra fue escrita por Shakespeare. Fue su genio lo que la trajo al mundo. No tomó la propiedad de nadie más cuando creo esa obra (lo cual es una afirmación muy controvertida, pero no te preocupes ahora por eso), y al crear esa obra no hizo que fuera más difícil que otra gente escribiera otras obras. Así que ¿por qué iban las leyes a permitir jamás que viniera alguien y tomara la obra de Shakespeare sin su permiso o el de sus herederos? ¿Cuál era la razón de permitirle a alguien que "robara" la obra de Shakespeare?
La respuesta tiene dos partes. Primero tenemos que ver algo especial cerca de la noción de "copyright" que existía en la época del Estatuto de Ana.
Segundo, tenemos que ver algo importante acerca de los "libreros". Primero, acerca del copyright. En los últimos trescientos años, hemos llegado a aplicar el concepto de copyright cada vez de una forma más amplia.
Pero en 1710, no era tanto un concepto como un derecho muy particular. El copyright nació como una serie muy específica de restricciones: prohibía que otros reimprimieran un libro. En 1710, el "copy-right" era un derecho para usar una máquina específica para duplicar una obra específica. No iba más allá de ese derecho tan limitado. No controlaba de ninguna forma más general cómo podía usarse una obra. Hoy día el derecho incluye una larga lista de restricciones a la libertad de los demás: concede al autor los derechos exclusivos de copiar, de distribuir, de interpretar, etc. Así que, por ejemplo, incluso si el copyright de las obras de Shakespeare fuese a perpetuidad, todo lo que eso habría significado bajo el significado original del término sería que nadie podría reemprimir la obra de Shakespeare sin el permiso de los herederos de Shakespeare. No habría controlado nada relacionado con, por ejemplo, cómo se podía representar la obra, si la obra podía traducirse, o si se permitiría que Kenneth Brannagh hiciera sus películas. El "copy-right" era solamente un derecho exclusivo para imprimir--nada menos, por supuesto, pero tampoco nada más.
Los británicos veían con escepticismo incluso ese derecho limitado. Habían tenido una larga y desagradable experiencia con los "derechos exclusivos", especialmente con los "derechos exclusivos" concedidos por la Corona. Los ingleses habían luchado una guerra civil en parte debido a la práctica de la Corona de repartir monopolios--especialmente monopolios para obras que ya existían. El rey Enrique VIII concedió una patente para imprimir la Biblia y un monopolio a Darcy para imprimir barajas de cartas. El Parlamento inglés empezó a luchar contra este poder de la Corona. En 1656, aprobó el Estatuto de Monopolios, limitando los monopolios a las patentes para nuevos inventos. Y para 1710, el Parlamento estaba deseoso de tratar la cuestión del creciente monopolio de los editores. Así que el "copy-right", cuando se veía como un derecho al monopolio, era naturalmente visto como un derecho que debía limitarse. (Por muy convincente que sea la afirmación de que "es mi propiedad, y debería tenerla para siempre", intenta que suene convincente "es mi monopolio, y debería tenerlo para siempre"). El estado protegería un derecho exclusivo, pero solamente mientras beneficiara a la sociedad. Los británicos veían los daños resultantes de los favores a los grupos de interés; aprobaron una ley para detenerlos. Segundo, sobre los libreros. No era sólo que el copyright fuera un monopolio. También resulta que era un monopolio en manos de los libreros. Librero nos suena pintoresco e inofensivo. No le parecían inofensivos a la inglaterra del siglo XVII. Los miembros del Conger eran vistos cada vez más como monopolistas de la peor especie--instrumentos de la represión de la Corona, vendiendo la libertad de Inglaterra para garantizarse los beneficios de un monopolio. Los ataques contra estos monopolios fueron muy agrios: Milton los describió como "viejos dueños de patentes y monopolizadores del negocio de los libros"; eran "hombres que por tanto no trabajan en una profesión honrada a la cual se debe el conocimiento".
Muchos creían que el poder que los libreros ejercían sobre la difusión del conocimiento estaba dañando esa difusión, justo en el momento en que la
Ilustración estaba enseñando la importancia de la educación y el conocimiento tenía una difusión general. La idea de que el conocimiento fuera libre era uno de los lemas característicos de esa época, y estos poderosos intereses comerciales estaban interfiriendo con esa idea.
Para equilibrar ese poder, el Parlamento decidió incrementar la competencia entre libreros, y la forma más sencilla de hacerlo era difundir la riqueza de los libros valiosos. El Parlamento limitó por tanto el plazo de los copyrights, y garantizó así que los libros valiosos estuvieran abiertos a cualquier editor para que los publicara después de un tiempo limitado. Así que el determinar que el plazo para las obras ya existentes era de sólo veintiún años fue un compromiso para luchar contra el poder de los libreros. La limitación en los plazos fue una forma indirecta de asegurar la competencia entre libreros, y de este modo la producción y difusión de cultura. Cuando llegó 1731 (1710+21), sin embargo, los libreros se estaban poniendo muy nerviosos. Veían las consecuencias de una mayor competencia, y como a cualquier competidor no les gustaba. Al principio los libreros simplemente ignoraron el Estatuto de Ana y siguieron insistiendo en los derechos a perpetuidad para controlar la publicación. Pero en 1735 y 1737, intentaron persuadir al Parlamento para que extendiera sus plazos. Veintiún años no era suficiente, decían; necesitaban más tiempo. El Parlamento rechazó sus peticiones. Como un escritor explicó, con palabras que hallan eco hoy día:
<i>No veo razón para conceder ahora un nuevo plazo, lo cual no impedirá que se conceda una y otra vez, con tanta frecuencia como expire el antiguo; así que si esta ley se aprueba, establecerá de hecho un monopolio a perpetuidad, una cosa que con razón es odiosa a los ojos de la ley; será una gran traba al comercio, un gran obstáculo al conocimiento, no supondrá ningún beneficio para los autores, pero sí una gran carga para el público; y todo esto sólo para incrementar las ganancias privadas de los libreros. </i>
Habiendo fracasado en el Parlamento, los editores recurrieron a los tribunales en una serie de casos. Su argumento era simple y directo: el Estatuto de Ana les daba a los autores ciertas protecciones por medio del derecho positivo, pero esas protecciones no tenían intención de reemplazar la jurisprudencia existente. Por contra, la intención simplemente era que la suplementaran. Bajo la jurisprudencia existente ya estaba mal tomar la "propiedad" creativa de otra persona y usarla sin su permiso. El Estatuto de Ana, argumentaban los libreros, no cambiaba eso. Por tanto, sólo porque las protecciones del Estatuto de Ana expirasen, eso no significaba que las protecciones otorgadas por la jurisprudencia expirasen: bajo el derecho jurisprudencial tenían el derecho a prohibir la publicación de un libro, incluso si su copyright según el Estatuto de Ana había expirado. Ésa, argumentaban, era la única forma de proteger a los autores. Esto era un argumento ingenioso, y recibió el apoyo de algunos de los juristas principales de la época.
También desplegaba un descaro extraordinario. Hasta entonces, como explica el profesor Raymond Patterson, "los editores [...] se habían preocupado tanto por los autores como un ranchero por su ganado".
Al librero no le importaban absolutamente nada los derechos de los autores. Lo que le preocupaba era el beneficio monopolístico que le daba la obra del autor.
El argumento de los libreros no fue aceptado sin lucha. El héroe en ésta lucha fue un librero escocés llamado Alexander Donaldson. Donalson estaba fuera del Conger londinense. Empezó su carrera en Edimburgo en 1750. Su negocio se centraba en reimpresiones baratas de "obras canónicas a las que les hubiese expirado el plazo de copyright", al menos bajo el Estatuto de Ana. La editorial de Donaldson prosperó y se convirtió "en una especie de centro de reunión para los literatos escoceses". "Entre ellos", escribe el profesor Mark Rose, "estaba el joven James Boswell, quien, junto a su amigo Andrew Erskine, publicó un antología de poemas contemporáneos con Donaldson". Cuando los libreros londinenses intentaron cerrar el negocio de Donaldson en Escocia, éste respondió trasladando su negocio a Londres, donde vendió ediciones baratas "de los libros ingleses más populares, en desafío a la presunta jurisprudencia sobre la Propiedad Literaria". Sus libros se vendían entre un 30 y un 50% más barato que los de Conger, y afirmó su derecho a competir sobre la base de que, bajo el Estatuto de Ana, las obras que vendía habían salido de la protección.
Los libreros londinenses rápidamente tomaron acciones legales para bloquear una "piratería" como la de Donaldson. Algunas de ellas tuvieron éxito contra los "piratas, siendo la más importante de estas primeras victorias en el caso Millar contra Taylor.
Millar era un librero que, en 1729, había comprado los derechos para el poema "The Seasons" de James Thomson. Millar se atuvo a los requisitos del Estatuto de Ana, y por tanto recibió la protección completa que otorgaba ese estatuto. Después que terminó el plazo del copyright, Robert Taylor empezó a imprimirlo en un volumen, haciéndole la competencia a Millar. Éste lo demandó, reclamando un derecho jurisprudencial a perpetuidad a pesar del Estatuto de Ana.
De un modo sorprendente para los abogados modernos, uno de los jueces más grandes de la historia de Inglaterra, Lord Mansfield, estaba de acuerdo con los libreros. Cualquier protección que el Estatuto de Ana les diera a los libreros, sostenía Mansfield, no extinguía ningún derecho concedido por la jurisprudencia. La cuestión era saber si el derecho jurisprudencial protegería al autor contra los "piratas" del porvenir. La respuesta de Mansfield era que "sí": la jurisprudencia prohibiría que Taylor reimprimiera el poema de Thomson sin el permiso de Millar.
Así, esa regla del derecho jurisprudencial les daba efectivamente a los libreros un derecho a perpetuidad para controlar la publicación de cualquier libro asignado a ellos.
Considerada como una cuestión de justicia abstracta--razonando como si la justicia fuera una cuestión de deducción lógica a partir de axiomas--la conclusión de Mansfield puede que tenga algún sentido. Pero lo que ignoraba era la cuestión mayor con la que había peleado el Parlamento en 1710: ¿cuál era la mejor forma de limitar el poder monopolístico de los libreros? La estrategia del Parlamento era ofrecer un plazo para las obras existentes que era lo suficientemente largo como para comprar la paz en 1710, pero lo suficientemente corto como para asegurar que la cultura pasaría al campo de la libre competencia en un periodo razonable de tiempo. En veintiún años, creía el Parlamento, Gran Bretaña maduraría de la cultura controlada que codiciaba la Corona a la cultura libre que nosotros heredamos. La lucha para defender los límites del Estatuto de Ana no había de terminar aquí, sin embargo, y es aquí donde entra Donaldson. Millar murió poco después de su victoria, de manera que en su caso no hubo apelación. Sus herederos vendieron los poemas de Thomson a una asociación de impresores que incluía a Thomas Beckett. Entonces Donaldson publicó una edición no autorizada de las obras de Thomson. Beckett, basándose en la decisión en el caso Millar, consiguió un mandato judicial contra Donaldson.
Donaldson apeló el caso en la Cámara de los Lores, que funcionaba de modo muy parecido al de nuestro Tribunal Supremo. En febrero de 1774, ese cuerpo legal tuvo la oportunidad de interpretar el significado de los límites impuestos por el Parlamento sesenta años antes.
Como pocos casos legales con anterioridad, Donaldson contra Beckett atrajo una enorme cantidad de atención en toda Gran Bretaña. Los abogados de Donaldson argumentaban que por muchos derechos que hubiera bajo el derecho estatutario, el Estatuto de Ana los terminaba. Después de la aprobación del Estatuto de Ana, la única protección legal para un derecho exclusivo a controlar la publicación provenía de ese estatuto. Así, argumentaban, después de que expiraba el plazo especificado por el Estatuto de Ana, las obras que habían estado protegidas por el estatuto ya no lo estaban. La Cámara de los Lores era una institución rara. Se presentaban cuestiones legales a la Cámara y antes que nada las votaban los "lores legales", miembros de una división legal especial que funcionaba de un modo muy parecido a los magistrados de nuestro Tribunal Supremo. Entonces, una vez que los lores legales habían votado, votaba toda la Cámara de los Lores.
Los informes sobre los votos de los lores legales son confusos. Según algunas fuentes, parece que prevaleció el copyright a perpetuidad. Pero no hay ambigüedad sobre cómo votó la Cámara de los Lores al completo. Con una mayoría de dos a uno (22 a 11) votaron en contra de la idea de los copyrights a perpetuidad. Sin que importara cómo se entendiera la jurisprudencia existente, el copyright ahora estaba fijado por un tiempo limitado, después del cual la obra protegida por el copyright pasaba al dominio público.
"El dominio público". Antes del caso Donaldson contra Beckett, no había en Inglaterra una idea clara de qué era el dominio público. Antes de 1774, había un argumento muy convincente a favor de que los copyrights concedidos por el derecho jurisprudencial eran a perpetuidad. El dominio público nació después de 1774. Por primera vez en la historia anglo-americana, el control legal sobre obras creativas expiraba, y las obras más importantes de la historia inglesa--incluyendo las de Shakespeare, Bacon, Milton, Johnson y Bunyan--estaban libres de restricciones legales.
A nosotros nos cuesta imaginarlo, pero esta decisión de la Cámara de los Lores dio pie a una reacción extraordinariamente popular y política. En Escocia, donde la mayoría de los "editores piratas" realizaban su trabajo, la gente celebró la decisión en las calles. Tal y como informó el Edinburgh Advertiser: "Ninguna causa privada ha atrapado de tal manera la atención del público, y nunca la Cámara de los Lores había juzgado una causa en cuya decisión tantos individuos estuvieran interesados". "Gran regocijo en Edimburgo por la victoria sobre la propiedad literaria: hogueras y alumbrados". En Londres, sin embargo, al menos entre los editores, la reacción tuvo la misma fuerza pero en la dirección contraria. El Morning Chronicle informó:
<i>Por la decisión descrita [...] materiales por valor de casi 200.000 libras que compramos honradamente en una venta pública, y que ayer pensábamos que eran propiedad nuestra se ven ahora reducidos a nada. Los Libreros de Londres y Westminster, muchos de los cuales vendieron fincas y casas para comprar Copy-right, quedan de esta manera arruinados, y aquellos que la industria consideró durante muchos años que habían adquirido la competencia necesaria para mantener a sus familias ahora se hallan sin un chelín con el que proveer a sus herederos.</i>
"Arruinados" es un poquito exagerado. Pero no es una exageración decir que el cambio fue profundo. La decisión de la Cámara de los Lores significó que los libreros ya no controlarían nunca más cómo crecería y se desarrollaría la cultura en Inglaterra. La cultura en Inglaterra era, así, libre. No en el sentido de que los copyrights no se respetaran, porque, por supuesto, durante un tiempo limitado después de la aparición de una obra el librero tenía un derecho exclusivo para controlar la publicación de esa obra. Y no en el sentido de que se podían robar los libros, porque incluso después de que el copyright expirara, tenías que comprarle el libro a alguien. Sino libre en el sentido de que la cultura y su desarrollo ya no estarían controlados por un pequeño grupo de editores.
Como hace cualquier mercado libre, este mercado libre de cultura libre crecería de la manera que escogieran consumidores y productores. La cultura inglesa se desarrollaría tal y como los muchos lectores ingleses decidieran dejar que se desarrollara--lo decidieran en los libros que compraran y escribieran; lo decidieran en las ideas que repitieran y apoyaran. Lo decidieran en un contexto competitivo, no un contexto en el que las decisiones sobre qué cultura está a disposición de la gente y cómo ésta consigue acceso a ella las toman unos pocos, a pesar de los deseos de la mayoría.
Al menos ésta era la norma en un mundo en el que el Parlamento está en contra del monopolio y se resiste a los alegatos proteccionistas de los editores. En un mundo en el que el Parlamento es más flexible, la cultura libre estará menos protegida."
Saludos.
Visita de vez en cuando mi site: http://vapor3d.punchinout.netEric Hoffer (escritor y filósofo, 1898-1983):
Quien muerde la mano que le dio de comer, normalmente lame la bota del que lo pateó.